Por: Sinesio López Jiménez
La encuesta es contundente y deprimente. Los peruanos, los políticos, los gobiernos, las instituciones, casi todo está podrido en nuestro país. Eso es lo que cree la aplastante mayoría de los limeños que es, por lo general, gente moderada y hasta conservadora (IOP-PUCP).
Confirma de ese modo la frase lapidaria de González Prada, pronunciada en horas difíciles para el Perú: donde se pone el dedo brota pus. El pesimismo tiende a ser mayor entre los pobres y más pobres y entre los más viejos.
Estos sectores han perdido, al parecer, toda esperanza de mejora en el campo de la honestidad y la transparencia. Más aún: ellos perciben e imaginan que la corrupción presente y futura será peor a medida que avanzan en edad y descienden en la escala social.
¿Es posible hacer algo para revivir la esperanza en estos grupos sociales o todo está perdido?
Es probable que sólo el despliegue de una agresiva política de shock anticorrupción, impulsada por un movimiento político-intelectual-social, honesto, confiable y creíble, pueda devolverles la confianza y la esperanza en la política como un espacio de solución de sus problemas y de realización humana.
¿Qué factores, causas y motivos explican estas opiniones pesimistas y hasta suicidas de la mayoría de los limeños? Es difícil saberlo sin una encuesta y un análisis más finos de su cultura política. Propongo aquí, sin embargo, algunas hipótesis que se apoyan en los datos de la encuesta.
En primer lugar, las actitudes y comportamientos de los políticos, especialmente de aquellos que han asumido responsabilidades de gobierno, han destruido todo optimismo en los limeños. Los gobiernos más corruptos que recuerdan son los de Fujimori y de García, especialmente su primer gobierno. Ello no obstante, la mayoría reeligió a García y quiere elegir a la hija de Fujimori.
¿Qué explica esta especie de suicidio político y moral? ¿Es acaso que el miedo pesa más que la probidad? Hobbes pensaba que el miedo a la muerte violenta es la forma más eficaz de controlar todo apetito desmedido y la fuente segura de la racionalidad, la moralidad y del mismo Estado.
En nuestro caso, no parece ser el miedo a la muerte violenta, sino el miedo a perder determinados intereses (reales o expectaticios, grandes o pequeños) el que induce a un comportamiento contradictorio y perverso de los electores peruanos. En el fondo, ese comportamiento expresa la frase más perversa de la cultura política latinoamericana: no importa que (el gobierno) robe con tal que haga obra.
En segundo lugar, las instituciones. Todos los poderes del Estado, todos los niveles del gobierno, las fuerzas represivas, los partidos con sus reglas de juego y sus procedimientos, son corruptos para la mayoría de los limeños. Son, además, ineficaces y poco creíbles.
En realidad, es el Estado el que es puesto en cuestión por la corrupción. Esta es una vieja historia. La distancia entre el Estado y los ciudadanos ha sido siempre sideral. Así nació a la vida republicana: un Estado de criollos (12%) divorciado radicalmente de la mayoritaria sociedad de andinos y mestizos.
Con pocos y frágiles puentes que los relacionan, las brechas abiertas entre ellos aún se mantienen victoriosas. ¿Es posible revertir esta imagen negativa del Estado y de sus instituciones o tenemos que conformarnos con un Estado distante, ineficaz y corrupto?
Es probable que una reforma estatal radical, que no sólo sea burocrática y administrativa, sino también política y ética, logre un nuevo Estado en el que todos podamos confiar y creer.
Eso supone, en la práctica, una refundación del Estado y de sus instituciones. En el ínterin, el control horizontal eficiente y el control de los ciudadanos, la sociedad civil y de los medios pueden contribuir, según la misma encuesta, a reducir la corrupción que desborda al Estado y alcanza a la mayoría de los peruanos.
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